Desesperadamente buscando a Pan Tadeusz
La última película del polaco Andrej Wajda se exhibió en su país en noviembre de 1999. Estar en Polonia en esos días significaba, para un habitante de esta periferia, algo más que un raro privilegio: tenía algo de tortura metafísica. ¿Qué hacer si no se sabe polaco y se está parado frente a la boletería de un cine en el que se programa la producción más reciente de uno de los grandes cineastas de la segunda mitad del siglo? Una sola cosa: comprar la entrada y apostar a entender al menos aquello que las imágenes puedan decir al margen de los diálogos o de la voz del narrador.
Pero las soluciones simples suelen encerrar más de una trampa detrás de su propia simplicidad. Las películas tienen sus propios caprichos y, vistas desde una perspectiva animista, acostumbran comportarse con la cuota de sadismo de una mujer que se sabe deseada y que resuelve hacer uso de ese privilegio. Así que cuando el tren llegaba a Varsovia y el perseguidor optaba por desensillar en el viejo hotel de trece pisos construido sobre la rambla del Vístula, y ocupar una de sus habitaciones decoradas con las viejas radios de la época socialista que recepcionaban una sola estación, cuando eso sucedía y se dejaba el cine para la noche siguiente, el filme de Wajda decidía bajar de cartel luego de semanas de exitosas presentaciones a sala completa. Son sólo tres días los que hay que esperar en la capital polaca, visitando la ciudad vieja reconstruida desde los cimientos luego de los bombardeos de la Segunda Guerra, las librerías insólitamente repletas de público en las que se puede encontrar poesía polaca en casi todas las lenguas civilizadas, y las exposiciones que la vanguardia neoyorkina monta en el Museo de Arte Contemporáneo de Varsovia.
Luego de eso es el turno de la ciudad natal de Copérnico, Toruñ, donde seguramente la película estará en cartel como lo está en casi todas las ciudades de provincia. El hotel elegido en ese pueblo que tiene por monumento central la estatua de un violinista que salvó a la ciudad de una epidemia de sapos al estilo del flautista de Hamelin, está copado por una convención de sacerdotes. Por esa razón, que tiene más que ver con la providencia que con el azar, la primera noche se pierde buscando alojamiento y el cine vuelve a quedar para el segundo día. Otra vez el intento es inútil. También aquí la película acaba de bajar de cartel. Parece una conspiración de boleteras.
Quedan, sin embargo, dos sucedáneos a modo de consuelo. Puede comprarse en la confitería del cine una porción de pop que se sirve en un recipiente de cartón con fotos de la película -en uno de los lados del prisma se reconece a Daniel Olbrichsky, más viejo y con menos pelo que en Las señoritas de Wilko- que integra el merchandising promocional del filme y que, una vez consumido su contenido, puede llevarse a casa como un exótico recuerdo de la frustrada persecusión de Pan Tadeusz. El segundo sucedáneo es el que posibilita mirar las fotos del último número de la versión polaca de la revista Hola, en la que se muestra algo que probablemente haya sido la premiere del filme en una sala de Varsovia; el artículo principal, sin embargo, nos introduce en la nueva casa de Goran Bregovic, el compositor que se encarga de las bandas de sonido de las películas del yugoslavo Emir Kusturica. Al otro día Polonia quedará atrás.
Habrá que esperar algunos meses a que ocurra lo improbable: que la película llegue a Montevideo. Ese imposible ocurrirá en este ciclo programado por la Cinemateca Uruguaya. La espera puede tener su premio, ya que si la caprichosa sincronización de los subtítulos electrónicos lo permite, es probable que hasta puedan comprenderse las palabras y no haya que conformarse solamente con las imágenes. Ya fue dicho en alguna otra oportunidad pero es necesario repetirlo: de no ser por esa extraña y algo anacrónica terquedad de la Cinemateca de traer a este páramo austral, aún con retrasos y dificultades, algo de lo mucho que se produce dentro de los marcos del cine de autor, nuestras retinas estarían aún más huérfanas y tendríamos problemas más graves que un par de focos de fiebre aftosa en la frontera norte.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Posdata en noviembre de 2000)
Pero las soluciones simples suelen encerrar más de una trampa detrás de su propia simplicidad. Las películas tienen sus propios caprichos y, vistas desde una perspectiva animista, acostumbran comportarse con la cuota de sadismo de una mujer que se sabe deseada y que resuelve hacer uso de ese privilegio. Así que cuando el tren llegaba a Varsovia y el perseguidor optaba por desensillar en el viejo hotel de trece pisos construido sobre la rambla del Vístula, y ocupar una de sus habitaciones decoradas con las viejas radios de la época socialista que recepcionaban una sola estación, cuando eso sucedía y se dejaba el cine para la noche siguiente, el filme de Wajda decidía bajar de cartel luego de semanas de exitosas presentaciones a sala completa. Son sólo tres días los que hay que esperar en la capital polaca, visitando la ciudad vieja reconstruida desde los cimientos luego de los bombardeos de la Segunda Guerra, las librerías insólitamente repletas de público en las que se puede encontrar poesía polaca en casi todas las lenguas civilizadas, y las exposiciones que la vanguardia neoyorkina monta en el Museo de Arte Contemporáneo de Varsovia.
Luego de eso es el turno de la ciudad natal de Copérnico, Toruñ, donde seguramente la película estará en cartel como lo está en casi todas las ciudades de provincia. El hotel elegido en ese pueblo que tiene por monumento central la estatua de un violinista que salvó a la ciudad de una epidemia de sapos al estilo del flautista de Hamelin, está copado por una convención de sacerdotes. Por esa razón, que tiene más que ver con la providencia que con el azar, la primera noche se pierde buscando alojamiento y el cine vuelve a quedar para el segundo día. Otra vez el intento es inútil. También aquí la película acaba de bajar de cartel. Parece una conspiración de boleteras.
Quedan, sin embargo, dos sucedáneos a modo de consuelo. Puede comprarse en la confitería del cine una porción de pop que se sirve en un recipiente de cartón con fotos de la película -en uno de los lados del prisma se reconece a Daniel Olbrichsky, más viejo y con menos pelo que en Las señoritas de Wilko- que integra el merchandising promocional del filme y que, una vez consumido su contenido, puede llevarse a casa como un exótico recuerdo de la frustrada persecusión de Pan Tadeusz. El segundo sucedáneo es el que posibilita mirar las fotos del último número de la versión polaca de la revista Hola, en la que se muestra algo que probablemente haya sido la premiere del filme en una sala de Varsovia; el artículo principal, sin embargo, nos introduce en la nueva casa de Goran Bregovic, el compositor que se encarga de las bandas de sonido de las películas del yugoslavo Emir Kusturica. Al otro día Polonia quedará atrás.
Habrá que esperar algunos meses a que ocurra lo improbable: que la película llegue a Montevideo. Ese imposible ocurrirá en este ciclo programado por la Cinemateca Uruguaya. La espera puede tener su premio, ya que si la caprichosa sincronización de los subtítulos electrónicos lo permite, es probable que hasta puedan comprenderse las palabras y no haya que conformarse solamente con las imágenes. Ya fue dicho en alguna otra oportunidad pero es necesario repetirlo: de no ser por esa extraña y algo anacrónica terquedad de la Cinemateca de traer a este páramo austral, aún con retrasos y dificultades, algo de lo mucho que se produce dentro de los marcos del cine de autor, nuestras retinas estarían aún más huérfanas y tendríamos problemas más graves que un par de focos de fiebre aftosa en la frontera norte.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Posdata en noviembre de 2000)
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