Benedetti pide pista
El Aeropuerto de Carrasco (Montevideo, Uruguay) podría pasar a llamarse, dentro de poco, Mario Benedetti. Por una parte resulta lógico, ya que un aeropuerto también es una oficina. Pero por otra, si le creemos al antropólogo Marc Augé, el homenajeado tendría motivos para sentirse a disgusto. Un aeropuerto –afirma Augé– es uno de esos lugares que ni siquiera pueden considerarse un lugar. Allí dentro no pasa nada. La gente no se relaciona (al menos desde que eliminaron las cabinas-dormitorio en el Charles de Gaulle de París), no echa raíces (salvo Tom Hanks en el J F K), ni va construyendo el espacio como propio (a excepción de los maleteros).
Sin embargo hay otros antropólogos que, con todo respeto, cuestionan al pope de los “no lugares” y contestan que la teoría estará muy bien atada pero que en la realidad las cosas no son tan lineales. Aunque Augé dice que los aeropuertos comparten su karma con las autopistas y las estaciones de servicio, hay mucho cine (de carreteras) y algo de literatura (Cortázar y Dunlop) para apoyar a los disidentes.
Alejandro Grimson y Pablo Seman, de la Universidad de San Martín (Argentina), no creen que las terminales aéreas sean “no lugares”, ni para quienes allí trabajan ni para los viajeros. Aceptan que hay una “fugacidad” en el modo en que las personas “pasan” por las salas de embarque y desembarque, pero eso, aseguran, “no puede opacar la enorme cantidad de episodios de interacción y las formas en que se los aborda: negociando, imponiendo, padeciendo interpretaciones de los otros y propias”. Recuerdan la diferencia simbólica entre lo que llaman la portación de un “fenotipo” (los viajeros inocuos y los peligrosos en estos tiempos de aeroparanoia) y los “símbolos y capitales” que quedan en evidencia cuando se esgrime un tipo y otro de pasaportes. Esto último es diáfano cuando en las fronteras aéreas de Europa la democracia sin mancha de la “clase turista” queda partida, por lo menos en dos, formando la fila ágil de los poseedores de documentos comunitarios que rápidamente se alejan de los que habitan la otra fila, de tranco lento, la de los extracomunitarios. Un equivalente (en metáfora futurista) de los aliens de Estados Unidos.
Pero no es sólo eso. Grimson y Seman traen a cuento el regreso de los exiliados luego de las dictaduras del Cono Sur y se preguntan si alguno de los retornados podía sentir que estaba regresando a un “no lugar”. O más cerca en el tiempo, los que llegan (o se van) en la peripecia del exilio económico. Tampoco se necesita ir tan lejos en el drama humano. Ni siquiera es claro el anonimato aséptico cuando se llega a lugares con un fuerte contenido simbólico, hijos de la política, la literatura o el cine (de nuevo), como pueden ser Beijing o Puerto Príncipe, para hablar de dos de las ciudades que citan los antropólogos argentinos. El aeropuerto de la capital haitiana, con su desorden de bolsos y viajeros, donde parece haber una sola puerta de embarque que lleve al paraíso –Miami– aunque cuando se llega a la ciudad de la Florida el avión aterrice en el lugar más alejado y los pasajeros tengan que caminar cuadras y cuadras sin que nadie prenda las escaleras mecánicas. O Beijing, con su inmensidad asiática y la tinta rojísima de los sellos migratorios empapando los pasaportes de visitantes atontados por la diferencia de hora.
El nombre entonces. Se ha dicho que rebautizar a Carrasco en homenaje al autor de Gracias por el fuego es algo similar a lo que Liverpool hizo con John Lennon. Tal vez sería más acertado pensar en otras analogías. Un aeropuerto Mario Benedetti puede no tener tanto que ver con la literatura (campo en el que no han faltado los cuestionamientos sobre su real valía), y llegar a producir la postergada sensación de que al fin se está apelando a algo de esa mística de izquierda, materia pendiente del proceso político uruguayo. Cuando se sobrevuela Managua y el capitán del avión anuncia que se está por aterrizar en el aeropuerto Augusto César Sandino, “pasa algo” en muchos de los viajeros. Se siente que se está llegando a un sitio cargado de sentido (lo opuesto a un “no lugar”). Se disparan las asociaciones de imágenes y vuelven a la memoria aquellos flashes vistos casi de contrabando en los informativos de la televisión de finales de los setenta. Se tiene la sensación de que el topos de la utopía está finalmente al alcance de un tren de aterrizaje. Después habrá tiempo de desayunarse con el desencanto. Algo de esto podría lograrse con el nuevo nombre, si finalmente se aprueba la iniciativa de la diputada de Asamblea Uruguay Daniela Payssé. Carrasco, ese “no lugar”, podría, finalmente, encontrar la tregua del sentido.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 20-8-2010).
Sin embargo hay otros antropólogos que, con todo respeto, cuestionan al pope de los “no lugares” y contestan que la teoría estará muy bien atada pero que en la realidad las cosas no son tan lineales. Aunque Augé dice que los aeropuertos comparten su karma con las autopistas y las estaciones de servicio, hay mucho cine (de carreteras) y algo de literatura (Cortázar y Dunlop) para apoyar a los disidentes.
Alejandro Grimson y Pablo Seman, de la Universidad de San Martín (Argentina), no creen que las terminales aéreas sean “no lugares”, ni para quienes allí trabajan ni para los viajeros. Aceptan que hay una “fugacidad” en el modo en que las personas “pasan” por las salas de embarque y desembarque, pero eso, aseguran, “no puede opacar la enorme cantidad de episodios de interacción y las formas en que se los aborda: negociando, imponiendo, padeciendo interpretaciones de los otros y propias”. Recuerdan la diferencia simbólica entre lo que llaman la portación de un “fenotipo” (los viajeros inocuos y los peligrosos en estos tiempos de aeroparanoia) y los “símbolos y capitales” que quedan en evidencia cuando se esgrime un tipo y otro de pasaportes. Esto último es diáfano cuando en las fronteras aéreas de Europa la democracia sin mancha de la “clase turista” queda partida, por lo menos en dos, formando la fila ágil de los poseedores de documentos comunitarios que rápidamente se alejan de los que habitan la otra fila, de tranco lento, la de los extracomunitarios. Un equivalente (en metáfora futurista) de los aliens de Estados Unidos.
Pero no es sólo eso. Grimson y Seman traen a cuento el regreso de los exiliados luego de las dictaduras del Cono Sur y se preguntan si alguno de los retornados podía sentir que estaba regresando a un “no lugar”. O más cerca en el tiempo, los que llegan (o se van) en la peripecia del exilio económico. Tampoco se necesita ir tan lejos en el drama humano. Ni siquiera es claro el anonimato aséptico cuando se llega a lugares con un fuerte contenido simbólico, hijos de la política, la literatura o el cine (de nuevo), como pueden ser Beijing o Puerto Príncipe, para hablar de dos de las ciudades que citan los antropólogos argentinos. El aeropuerto de la capital haitiana, con su desorden de bolsos y viajeros, donde parece haber una sola puerta de embarque que lleve al paraíso –Miami– aunque cuando se llega a la ciudad de la Florida el avión aterrice en el lugar más alejado y los pasajeros tengan que caminar cuadras y cuadras sin que nadie prenda las escaleras mecánicas. O Beijing, con su inmensidad asiática y la tinta rojísima de los sellos migratorios empapando los pasaportes de visitantes atontados por la diferencia de hora.
El nombre entonces. Se ha dicho que rebautizar a Carrasco en homenaje al autor de Gracias por el fuego es algo similar a lo que Liverpool hizo con John Lennon. Tal vez sería más acertado pensar en otras analogías. Un aeropuerto Mario Benedetti puede no tener tanto que ver con la literatura (campo en el que no han faltado los cuestionamientos sobre su real valía), y llegar a producir la postergada sensación de que al fin se está apelando a algo de esa mística de izquierda, materia pendiente del proceso político uruguayo. Cuando se sobrevuela Managua y el capitán del avión anuncia que se está por aterrizar en el aeropuerto Augusto César Sandino, “pasa algo” en muchos de los viajeros. Se siente que se está llegando a un sitio cargado de sentido (lo opuesto a un “no lugar”). Se disparan las asociaciones de imágenes y vuelven a la memoria aquellos flashes vistos casi de contrabando en los informativos de la televisión de finales de los setenta. Se tiene la sensación de que el topos de la utopía está finalmente al alcance de un tren de aterrizaje. Después habrá tiempo de desayunarse con el desencanto. Algo de esto podría lograrse con el nuevo nombre, si finalmente se aprueba la iniciativa de la diputada de Asamblea Uruguay Daniela Payssé. Carrasco, ese “no lugar”, podría, finalmente, encontrar la tregua del sentido.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 20-8-2010).
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