12 enero 2001

Fotografías confiscadas

Cuando murió el premier soviético Leonid Brezhnev, en noviembre de 1982, los cines checos suspendieron las funciones de todas las comedias que estaban en cartel. En un pequeño pueblo de Moravia, un veterano habitué de la única sala del lugar, concurrió al cine a media tarde, como casi siempre lo hacía. Cuando la cajera le dijo que no habría función porque había muerto Brezhnev, el hombre preguntó en tono de protesta: "¿y no tienen otro proyectorista?". El nombre del duro dirigente soviético que había dado la orden de que las tropas del Pacto de Varsovia detuvieran el proceso político y cultural que se conoció internacionalmente como "La Primavera de Praga", no decía nada al checo común, por lo menos al que no habitaba en las zonas urbanas. La misma indiferencia a la que refiere esa anécdota jocosa que circula por Praga sin que ya se sepa si es verdad o el invento de algún agudo bromista, es la que muestra una exposición de fotos de Jindrich Streit.

Se llama "Fotografías Confiscadas" y recién se pudo ver en Praga a fines de 1999, diecisiete años después de que fueran expuestas en pleno régimen comunista en un acto de audacia de su autor que le valió la persecusión y la confiscación de su obra. Viéndolas, desplegadas en una sala lateral de la Casa Municipal, se entiende a los censores. Las fotos no dan testimonio de manifestantes apaleados por la policía ni tampoco son imágenes clandestinas de las celdas de los presos políticos; las fotos documentan reuniones del Partido Comunista y mitines oficiales en pequeños pueblos rurales. Muestran la indiferencia que despertaban esas actividades, los rostros aburridos, la ausencia de interés en cada uno de los poquísimos participantes de algún acto conmemorativo realizado en alguna escuela. En una de las fotografías, unas diez o doce personas delante de una jarra de cerveza miran la mesa mientras un trío de niños hacen un número musical que ni siquiera atienden quienes están en el estrado de autoridades. Hay también simples retratos de la vida cotidiana, testimonio de una pobreza que rozaba lo esencial.

A la salida de la exposición parece que ese tiempo quedó definitivamente atrás. La Casa Municipal está en pleno centro de Praga. Un distrito antiguo con una arquitectura que hace decir a muchos viajeros que es la ciudad más hermosa de Europa. Esa belleza es, en gran medida, fruto del esplendor de siglos y del daño prácticamente nulo que sufrió la ciudad durante las guerras mundiales. Los turistas que van a Praga toman sus propias fotografías, que retratan la Plaza de la Ciudad Vieja con su iglesia gótica de Tyn, cuyas agujas parecen sacar metálicos escudos negros por la noche, debido al efecto de la cerámica reflejando la luz de los reflectores colocados para que se recorte contra la noche como una imagen de ensueño; o muestran las callejuelas que se enredan y se pierden hacia el Voltava, donde se enderezan a la altura del Puente de Carlos, rodeado de estatuas, para volver a enredarse en la otra ribera y subir así, enredadas, la colina en la que se encuentra el castillo al que la catedral de San Vito otorga un indisimulable aspecto kafkiano. Esas fotografías turísticas no salen de ese micromundo maravilloso porque raramente un turista deja los límites del distrito 1 o las primeras cuadras del distrito 2. Si lo hiciera, encontraría una ciudad desconcertante.

Hay contrastes que pueden asimilarse con cierta facilidad. No es difícil asimilar el que existe entre las favelas de Río de Janeiro y el refinamiento de Ipanema o Leblon. Son tan diferentes, tienen tan poco una de la otra, que sólo pueden ser comparadas por el hecho de ser parte de la misma ciudad. Sin embargo, los barrios de Praga que se extienden fuera de los límites de los dos distritos turísticos, tienen mucho de la arquitectura que asombróunas cuadras atrás. Es como asistir a la misma ciudad varios años después de haber sido abandonada de todo cuidado. Los frentes de los palacetes están ennegrecidos, las paredes descascaradas. No son los barrios emergentes de las grandes migraciones del campo a la ciudad, los cinturones tercermundista que crecen y que tienen, dentro de su miseria, cierto pulso vital; son viejos apartamentos venidos abajo, que parecen habitados por esos números de las estadísticas oficiales que hablan del empobrecimiento de los sectores más frágiles de la población, en especial de los viejos que viven solos. A algunos se los puede ver en los metros o en los tranvías. No son aún mendigos en el sentido Occidental del término. Sus ropas aún se resisten a convertirse en andrajos. Todavía no están del todo al margen de la sociedad, pero su delgado hilo de contacto con el mercado es un plato de sopa o un plato de salsa con pan a veinte centavos de dólar que compran en los comederos populares, o los viajes en tranvía amparados en que los inspectores nunca les exigen mostrar los boletos que seguramente no tienen.

(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 12 de octubre de 2001)

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