29 diciembre 2006

Crónica de Turquía:
El eco y su barrera

Turquía quiere volver a ser Europa. En un tiempo ya lejano, sus costas sobre el mar Egeo eran lo que los griegos llamaban Asia Menor. Luego llegó la islamización del territorio y la construcción del Imperio Otomano que al final de la Primera Guerra Mundial daría lugar a la Turquía moderna. La historia reciente ha ido velando –de nuevo- los rasgos más laicos del rostro de esa sociedad compleja. Ahora Europa y Turquía se debaten juntas entre la mutua atracción y el mutuo rechazo.

El canto del muecín que llama a la oración golpea sobre el silencio y lo abre en dos, como una daga. Un grito desesperado que busca su propia confirmación en el grito con el que otro muecín le responde desde la mezquita vecina. La tela uniforme que era la ciudad hasta ese momento recibe el tajo. Los edificios, el tránsito, las personas que la habitan pierden pie y por un instante, aunque exteriormente no se note, todo se detiene y cae en un abismo de recogimiento. No importa que la ciudad haya incorporado el llamado a la oración como un reloj biológico. Aunque pasen los días es imposible acostumbrarse. Incluso aquí, en este experimento político que es la Turquía moderna, el llamado a la oración que se repite de una mezquita a otra actúa como un signo vital de la ciudad. En cierta forma esa confirmación de la fe que se produce cinco veces al día, y que es uno de los pilares del Islam, aparece a ojos del viajero como la forma más extrema de ese exorcismo permanente con el que Estambul negocia su identidad. Una ciudad construida en base a estratos de historia que se superponen unos sobre otros en el mismo lugar. Todo aquí parece poder ser leído de dos formas diferentes. Una ambigüedad propia de las fronteras, y que se mantiene incluso cuando la ciudad se traslada en sus habitantes.

Las oficinas de los expertos de la Unión Europea que redactaron un informe -el mes pasado- recomendando desacelerar el proceso de ingreso de Turquía, están ubicadas en el edificio Carlomagno de Bruselas. Una moderna construcción donde todo es de grandes dimensiones, excepto la cafetería, en la que hombres y mujeres impecablemente vestidos se abren paso a los codazos. A un par de paradas de tranvía está el Jardín Botánico. Ese es el sitio exacto en que la Avenida Royal –como si fuera el estrecho del Bósforo- divide el mundo en dos. Al sur está Europa. Al norte los barrios turcos, con sus jóvenes enfundados en camperas de cuero negro, mujeres con la cabeza cubierta, pequeños restoranes que ofrecen kebab, y tiendas que a pesar de aportar al erario belga son como sacadas de Sulthanamet, el casco viejo de Estambul.

Hay eco turco en Europa así como hay un eco europeo en Turquía. El sonido, sin embargo, todavía no fluye sin barreras.

Abluciones

Asia Menor es una franja de tierra helenizada que ahora forma parte de Turquía. Aunque esté formalmente en Asia es parte de la herencia europea del país. Queda a mitad de camino entre Estambul y Damasco, y puede llegarse en ómnibus o ingresando por mar desde las islas griegas del dodecaneso.

El servicio de la empresa Kamil Koch se encamina rumbo a Selchuk, ciudad que será la excusa para llegar al yacimiento romano de la antigua Éfeso. En el trayectoo pueden verse algunas casas y chacras. Nada diferente a lo que muestra el campo en cualquier parte cuando se lo mira desde la artificialidad de una ventanilla. Adentro de esa cápsula mecánica que es el ómnibus todo empieza a fracturarse. Lo distinto produce extrañamiento. El extrañamiento agudiza los sentidos. Entonces el tiempo se vuelve más lento y todo llama la atención. La música que escucha el conductor tiene un aire balcánico. Un hombre en el fondo fuma un cigarrillo sin que a nadie parezca molestarle. El guarda, después de controlar los boletos, pasa asiento por asiento y va volcando una medida de colonia en las manos en cuenco de los pasajeros que agradecen con naturalidad. Observando se aprende. Es necesario frotarse una mano contra otra y luego pasar el resto de la colonia por el cuello. En intervalos regulares se repite la operación de esa aromática ablución colectiva.

Bajo la niebla

El ómnibus se detiene para que los pasajeros vayan al baño o coman algo. A la entrada de las tazas turcas un anciano raciona en trozos el papel higiénico y lo entrega a cambio de una propina. Afuera, en un puesto callejero, una mujer vende unas finas lajas de pan especiado que calienta sobre una plancha como las que se usan en las chiviterías. Parece pan armenio, valga la paradoja. Según el reporte europeo, la vida de esta mujer turca no ha de ser fácil. Aseguran que si bien “se ha registrado un crecimiento en la atención pública al asunto de los derechos de la mujer, el respeto completo a estos derechos permanece como un problema crítico, particularmente en las áreas más pobres del país”.

La barrera del idioma impide mantener una conversación. Tiene cerca de setenta años. Seguramente su vida no se verá afectada por el ingreso del país a la Unión, si es que finalmente se produce. En la distante frontera oriental, mujeres incluso más jóvenes que ella están todavía lejos de recibir los beneficios del proceso de adhesión. Ahí todavía se producen los llamados “crímenes de honor”, cometidos por hombres que reciben de sus comunidades una suerte de “derecho” sobre la vida de su esposa. O también los numerosos suicidios impulsados por las familias de la mujer caída en desgracia, que lo más que están dispuestos a hacer por ella es garantizar -ante el marido- que la mujer se quitará la vida en el seno del hogar paterno. O los otros suicidios, recurso extremo para librarse de un matrimonio forzado por la costumbre de los arreglos familiares.

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(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 29 de diciembre de 2006)

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