Crónica de Turquía:
Filigrana de mármol
En Selchuk todo problema parece quedar a mil kilómetros de distancia. Los nidos de cigüeñas que aprovechan las ruinas de un acueducto romano coexisten con los evocadores restos de la basílica de San Juan. El aire tiene una brisa fresca de estación que parece colocado a propósito para agradar al forastero, venga del clima que venga.
Hasta el absurdo mayor parece lógico: a pesar de las hermosas ruinas de Éfeso, el verdadero orgullo del lugar es una solitaria columna en un terreno baldío. Dicen que es el único resto del Templo de Artemisa, una de las siete maravillas de la antigüedad. Por las dudas de que sea demasiado poco para los visitantes, la municipalidad instaló una faraónica estatua de la deidad en la avenida principal. Es una réplica de la que se conserva en el museo local, y que la muestra alajada con un pectoral pleno de huevos de alabastro, atributo de quien era considerada por los griegos la diosa de la fecundidad y la caza. Para los fieles de cultos más actuales, a pocos minutos está la improbable “casa de la Virgen María”, timo para turistas en el que se detuvo el papa Benedicto XVI en su reciente y polémica visita a Turquía.
Pero todo lo anterior es accesorio. El verdadero encanto de Selchuk es Efeso. Una avenida de mármol rodeada de edificios de los que sobrevive lo suficiente como para evocar que estamos en una ciudad y no en un yacimiento. Desde la filigrana labrada de la biblioteca hasta el antiguo lupanar, pasando por un par de teatros y un extraño baño público en el que las letrinas están dispuestas de tal modo que podían mantenerse animadas conversaciones grupales mientras se cumplía con el rito de la fisiología.
La complejidad agazapada
Viendo Éfeso es imposible entender que alguien dude que Turquía es parte de Europa. La cercana mezquita de Selchuk es sólo una contradicción aparente. Pensar hoy una Europa sin mezquitas tal vez sea tan irreal como imaginar el perfil de Turquía sin las iglesias bizantinas. La Unión Europea quiere tener el enorme mercado turco dentro de Europa, pero no sabe cómo lidiar con sus peculiaridades, en especial en el capítulo de los derechos humanos. “Se han hecho grandes avances pero todavía hay un largo camino por recorrer”, repiten los técnicos europeos. “Las reformas han sido aprobadas por el Parlamento, pero todavía enfrentan grandes dificultades para ser llevadas a la práctica”, agregan. Difícil entender un país que en su interior oculta (no es metáfora) la existencia de decenas de pueblos.
Al volver desde el yacimiento, mientras cae la noche, es tiempo de probar el airán, un repulsivo refresco lácteo con sal. En el restorán, que semeja una tienda beduina, una multitud ocupa las alfombras y almohadones. Son los familiares de un niño que festeja su cumpleaños. Alguien, tal vez su padre, da un discurso aparentemente emotivo y al final rompe a cantar con una melodía repetitiva. Mirándola desde la arcadia que ofrece este cumpleaños familiar, la turca parece ser una sociedad feliz. Por detrás, sin embargo, permanece agazapado el eco de su complejidad, esa misma complejidad que la hace pendular entre el deseo y el rechazo en su relación con Europa.
Ficha mínima
Turquía tiene casi 780 mil kilómetros cuadrados (el 97 por ciento de los cuales están en Asia) y casi 70 millones de habitantes. Una importante cantidad de turcos viven en el exterior (los que viven en Alemania formarían una ciudad más poblada que Montevideo). Su capital no es Estambul sino Ankara. Es el único país de población mayoritariamente musulmana que integra la OTAN, la Alianza Atlántica. En su territorio habitan diversas minorías étnicas, con las que los turcos han tenidos relaciones difíciles a lo largo de la historia, siendo el más difundido el caso de los kurdos. Los derechos humanos y situaciones internacionales como la derivada de la invasión turca sobre la mitad de la isla de Chipre, complican el ingreso turco a la Unión Europea.
Haga clik aquí para ver la primera parte de esta nota.
(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 29 de diciembre de 2006)
Hasta el absurdo mayor parece lógico: a pesar de las hermosas ruinas de Éfeso, el verdadero orgullo del lugar es una solitaria columna en un terreno baldío. Dicen que es el único resto del Templo de Artemisa, una de las siete maravillas de la antigüedad. Por las dudas de que sea demasiado poco para los visitantes, la municipalidad instaló una faraónica estatua de la deidad en la avenida principal. Es una réplica de la que se conserva en el museo local, y que la muestra alajada con un pectoral pleno de huevos de alabastro, atributo de quien era considerada por los griegos la diosa de la fecundidad y la caza. Para los fieles de cultos más actuales, a pocos minutos está la improbable “casa de la Virgen María”, timo para turistas en el que se detuvo el papa Benedicto XVI en su reciente y polémica visita a Turquía.
Pero todo lo anterior es accesorio. El verdadero encanto de Selchuk es Efeso. Una avenida de mármol rodeada de edificios de los que sobrevive lo suficiente como para evocar que estamos en una ciudad y no en un yacimiento. Desde la filigrana labrada de la biblioteca hasta el antiguo lupanar, pasando por un par de teatros y un extraño baño público en el que las letrinas están dispuestas de tal modo que podían mantenerse animadas conversaciones grupales mientras se cumplía con el rito de la fisiología.
La complejidad agazapada
Viendo Éfeso es imposible entender que alguien dude que Turquía es parte de Europa. La cercana mezquita de Selchuk es sólo una contradicción aparente. Pensar hoy una Europa sin mezquitas tal vez sea tan irreal como imaginar el perfil de Turquía sin las iglesias bizantinas. La Unión Europea quiere tener el enorme mercado turco dentro de Europa, pero no sabe cómo lidiar con sus peculiaridades, en especial en el capítulo de los derechos humanos. “Se han hecho grandes avances pero todavía hay un largo camino por recorrer”, repiten los técnicos europeos. “Las reformas han sido aprobadas por el Parlamento, pero todavía enfrentan grandes dificultades para ser llevadas a la práctica”, agregan. Difícil entender un país que en su interior oculta (no es metáfora) la existencia de decenas de pueblos.
Al volver desde el yacimiento, mientras cae la noche, es tiempo de probar el airán, un repulsivo refresco lácteo con sal. En el restorán, que semeja una tienda beduina, una multitud ocupa las alfombras y almohadones. Son los familiares de un niño que festeja su cumpleaños. Alguien, tal vez su padre, da un discurso aparentemente emotivo y al final rompe a cantar con una melodía repetitiva. Mirándola desde la arcadia que ofrece este cumpleaños familiar, la turca parece ser una sociedad feliz. Por detrás, sin embargo, permanece agazapado el eco de su complejidad, esa misma complejidad que la hace pendular entre el deseo y el rechazo en su relación con Europa.
Ficha mínima
Turquía tiene casi 780 mil kilómetros cuadrados (el 97 por ciento de los cuales están en Asia) y casi 70 millones de habitantes. Una importante cantidad de turcos viven en el exterior (los que viven en Alemania formarían una ciudad más poblada que Montevideo). Su capital no es Estambul sino Ankara. Es el único país de población mayoritariamente musulmana que integra la OTAN, la Alianza Atlántica. En su territorio habitan diversas minorías étnicas, con las que los turcos han tenidos relaciones difíciles a lo largo de la historia, siendo el más difundido el caso de los kurdos. Los derechos humanos y situaciones internacionales como la derivada de la invasión turca sobre la mitad de la isla de Chipre, complican el ingreso turco a la Unión Europea.
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(Artículo de Roberto López Belloso publicado en Brecha el 29 de diciembre de 2006)
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